Por Aquiles Córdova Morán.
Los teóricos más importantes del Estado moderno (Hobbes, Locke, Rousseau y Montesquieu entre los principales) partieron de la idea de un “estado de naturaleza” de la especie humana en el que los hombres vivían en entera y absoluta libertad individual, sin ataduras de ninguna clase al resto de sus semejantes ni mucho menos a un poder superior que gobernara su vida y su comportamiento diario.
El “estado de naturaleza” implicaba, necesariamente, que la lucha por la existencia, así como la preservación y el cuidado de la seguridad y la vida de cada uno, la defensa de la propiedad y el patrimonio personal (poco o mucho) y la procuración del disfrute seguro y pacífico del mismo, fuera responsabilidad exclusiva del individuo mismo, sin ninguna posibilidad de recibir apoyo externo. En otros términos, el “estado de naturaleza” volvía obligada la más completa libertad individual y el pleno ejercicio de los derechos de propiedad, de legítima defensa y de justicia por propia mano. Así nacieron y se consolidaron, según esta teoría, los derechos fundamentales del individuo, los llamados derechos “naturales” o derechos “humanos”, que siguen siendo una necesidad vigente hasta nuestros días.
La investigación científica de la prehistoria humana no avala la existencia de tal “estado de naturaleza”. Le señala, en cambio, debilidades evidentes, como la de la preexistencia de la propiedad privada y el instinto de acumulación de riqueza individual, factores que solo aparecieron y se desarrollaron mucho más tarde. A pesar de ello, la teoría del “estado de naturaleza” sigue siendo útil para explicar y fundamentar la necesidad de un Estado fuerte que garantice y respete los derechos inalienables e inviolables del ciudadano frente a otros ciudadanos y frente al poder público, tanto o más indispensables en las sociedades modernas que en cualesquiera de las que le antecedieron.
Las diferencias biológicas entre los seres humanos (diferencias en el vigor físico y mental), a las que se sumaron otros factores aportados por el entorno físico, acabaron por poner en crisis al “estado de naturaleza”: los fuertes e inteligentes comenzaron a abusar de los débiles y menos dotados, que se vieron reducidos a la impotencia para defender sus “derechos naturales”. Tales derechos fueron sustituidos gradualmente por los abusos, la violencia, el despojo y la muerte. El “estado de naturaleza” se transformó en una selva humana donde mandaban los más fuertes y despiadados: “el hombre se volvió lobo del hombre”, según la famosa frase de Hobbes.
Se hizo indispensable un poder superior al individuo; un poder con la fuerza y la autoridad suficientes para garantizar, a todos, el pleno y efectivo ejercicio de sus “derechos naturales”. Para conseguir tal objetivo, los hombres aceptaron renunciar a la libertad irrestricta de que habían gozado hasta entonces, al ejercicio de sus demás derechos de manera directa y personal, y abdicar todo eso en favor del poder superior que buscaban. A partir de ese momento, el poder superior al individuo detentaría el monopolio absoluto del manejo y aplicación del derecho, así como del ejercicio de la fuerza para imponer tales derechos y la paz social. Simplificando las cosas: el ciudadano renunció a todos sus derechos y a su libertad irrestricta en favor del Estado: se comprometió, además, a obedecerlo y a contribuir a su sostenimiento; a cambio de ello, el Estado se comprometió a garantizar la vida, la seguridad personal, el derecho de propiedad, el derecho al disfrute irrestricto y pacífico de la propiedad, y un cierto grado de libertad e independencia en la vida privada y en la vida social y política de la sociedad. De ahí que se considere legítimo afirmar que la obligación fundamental de todo Estado, la que justifica su existencia y su derecho a exigir obediencia y contribución económica a la sociedad, es la de garantizar la vida y la seguridad personal de los ciudadanos, junto con el derecho de propiedad y el disfrute irrestricto de la riqueza. Sin tales garantías, el Estado se deslegitima y pierde su razón de ser.
Así nació lo que los romanos llamaron “civitas” y Locke tradujo como “commonwealth” en la lengua inglesa. Hegel actualizó y renovó el concepto, rebautizándolo como “sociedad civil”, es decir, la sociedad formada por hombres libres, iguales en derechos y obligaciones y con un Estado libremente elegido por ellos, también sujeto a derechos y obligaciones. Hegel llamó a esta formación social (que incluía al Estado mismo) “sociedad civil” por oposición a la sociedad esclavista o a la feudal, cuyos miembros no eran ciudadanos libres e iguales ni contaban con un Estado sujeto a deberes y derechos. Hoy, caprichosa y erróneamente, se habla de “sociedad civil” como algo opuesto al Estado; pero es un error.
Los hombres se dieron cuenta del “monstruo” que estaban creando con todos los poderes que habían acordado otorgarle (de ahí el nombre de “Leviatán” con que Hobbes lo bautizó), y del peligro de que se volviera en contra de sus creadores. Para resguardarse de ello, crearon una Constitución y un cuerpo de leyes con carácter obligatorio para todos, incluido el propio Leviatán. En esas leyes se estipularon muy claramente los derechos y obligaciones para los ciudadanos y para el Estado y el gobierno que lo representa, y se estableció que quien rompiera el pacto perdía su legitimidad y su derecho para ejercer las funciones respectivas. La parte ofendida quedaba en libertad de hacer lo necesario para su legítima defensa.
Locke lo dice así, en su ensayo sobre el gobierno civil: “Donde termina la ley, comienza la tiranía, si la ley es violada para daño de otro. Y quien como autoridad se excede en el poder que la ley le confiere y emplea la fuerza que tiene a sus órdenes para imponerla a un súbdito en lo que la ley no permite, con ello cesa de ser gobernante y, obrando sin autoridad, se le puede resistir como a cualquier hombre que invade por la fuerza un derecho ajeno”. He aquí resumida, de manera brillante, la importancia de respetar y obedecer la ley establecida; y claramente sugerido el peligro que conlleva el uso abusivo de la fuerza, sea la fuerza política o la fuerza militar, por parte del Estado representado en el gobierno.
En nuestros días, crece y se extiende el rumor (y el sentimiento) de que hay una violación continua, y cada vez más abierta y desafiante, de las leyes en vigor en todos los ámbitos, pero en particular aquellas leyes que salvaguardan los “derechos naturales” de los ciudadanos: el derecho a la seguridad y a la vida de las familias, el respeto a la propiedad privada y al disfrute irrestricto y pacífico de la misma. Se dice y se piensa, además, que el pisoteo y menosprecio a tales leyes y derechos se manifiesta también en la creación de nuevas leyes hechas al vapor, sin discusión racional alguna, con el fin de crear nuevos delitos adrede imprecisos, mal definidos y, muchos de ellos, “subjetivos”, es decir, que no sancionan delitos sino la sospecha o la intención de delinquir. Todo esto, dicen los rumores, buscando limitar el derecho de propiedad, la actividad lucrativa privada, y el derecho al disfrute irrestricto y pacífico de la riqueza personal, es decir, que se atacan directamente las bases del “Contrato Social”, como lo llamó Rousseau.
La lista de hechos es larga. Menciono aquí los más conocidos y que más escozor están causando en amplios sectores sociales: las votaciones a mano alzada contra obras de interés público como el Nuevo Aeropuerto en Texcoco, o para aprobar inversiones sin sustento técnico; la ley sobre remuneración salarial, sobre extinción de dominio, sobre delitos que ameritan prisión preventiva de oficio; las leyes “de sastrería” para imponer funcionarios sin el perfil adecuado pero adictos a Morena, para extender a fortiori el mandato de un gobernador morenista, o la “ley garrote” en Tabasco para castigar la denuncia y la protesta públicas. Los atropellos a los reglamentos internos en ambas cámaras del H. Congreso de la Unión; la imposición de súper delegados federales en los estados, que vulnera el pacto federal; la aprobación de la ley para la reforma educativa pasando por encima de todos los plazos previstos para su discusión racional y, para terminar, la equiparación del delito de defraudación fiscal con el narcotráfico y la delincuencia organizada. Nada menos.
Se rumora que los promotores de tal política sostienen que es la prueba del carácter revolucionario de la 4ªT. Que este es el contenido clasista del cambio de régimen del presidente López Obrador: el ataque a la propiedad privada y el combate de sus abusos en contra del bienestar popular. A los antorchistas eso no nos asusta ni es lo que nos mueve a denunciarlo, como ocurre con otras corrientes opuestas al morenismo. Es el pensar y sentir que se están atacando puros fenómenos superficiales y formales mientras se deja intacta la fuerza fundamental del sistema; mientras se le deja íntegra su capacidad de defensa y de ataque, lo que nos hace mirar tales medidas como una provocación peligrosa que puede desembocar en una tragedia y en un retroceso de décadas en la vida nacional. Siempre hemos sostenido que aún no están maduras las condiciones para un cambio radical en México, pero que, en todo caso, siempre será mejor una elección firme y sin titubeos: dentro del sistema, para curarlo de sus peores abusos como decimos nosotros, o contra el sistema y todo su andamiaje económico, legal y político. La peor opción es la ambigüedad; eso es provocar la ira de las potencias del capital sin estar decidido ni preparado para enfrentarlas. Eso es jugar con fuego y abrir camino a la tragedia y al retroceso, como lo prueban muchas experiencias pasadas y presentes. Y en el subsuelo de la política ya se oye un sordo rumor de que llegó la hora de resistir con todo a la abierta violación del pacto social, tal como lo predicó Locke. Los antorchistas no nos apartaremos jamás de la vía legal y pacífica que escogimos desde nuestro nacimiento, cualesquiera que sean las circunstancias. Pero, ¿todos los mexicanos piensan como nosotros?