Por Aquiles Córdova Morán
Secretario General del Movimiento Antorchista Nacional
La sabiduría paremiológica dice que “nadie aprende en cabeza ajena”. Pero yo soy de los que confían en la razón y en la racionalidad humanas y concuerdo con quien dijo que reconocer un error es haber recorrido la mitad del camino para corregirlo. Pienso, pues, que aceptar la verdad de la sentencia popular nos coloca a mitad del camino que nos llevará al aprovechamiento de la experiencia colectiva.
Son mayoría los intelectuales y analistas políticos distinguidos que denuncian y rechazan el maniqueísmo del Presidente de la república, en particular su división de los mexicanos en dos únicos bandos: los buenos, que son los que están incondicionalmente con él, y los malos, que son todos los que discrepan, mucho o poco, de sus opiniones. Ese simplismo binario se resume en su ya famosa frase de “quien no está conmigo está contra mí”. Y peor aún cuando, apoyado en esta sentencia bíblica que hace suya, exige a sus seguidores fidelidad ciega.
En efecto, fue Jesús quien dijo: “El que no está conmigo, está contra mí”, una sentencia que implica, necesariamente, la identificación perfecta del Salvador del mundo con la verdad y la razón absolutas. Por eso mismo, Cristo pudo afirmar: fuera de mí no hay salvación posible, porque “Yo soy el camino, la verdad y la vida, y nadie viene al Padre si no es por mí”. De ahí su exigencia de fe ciega a sus seguidores. ¿Puede acaso algún mortal, cuya vida y capacidad de comprensión son limitadas e imperfectas a los ojos de la Sabiduría Divina, compararse con el Hijo de Dios sin mentir flagrantemente y sin hacer el ridículo ante propios y extraños? Me temo que no.
Pero hay otro peligro. Partir de tal certeza, nacida de una megalomanía y de una arrogancia desbocadas, para exigir a los suyos obediencia ciega, renuncia total a la facultad de pensar y discernir por cuenta propia, es decir, a aquello que los identifica como seres humanos, para rebajarse al nivel de los brutos, significa, en el terreno práctico, la erradicación de todo atisbo de crítica, por mínimo que sea, a todo lo que piense, diga y haga el “iluminado” en cuyas aras sacrificaron su humanidad misma. Esta sumisión envilecedora y absurda abre, pues, de par en par, las puertas a todo tipo de abusos y arbitrariedades por parte del único que piensa y decide, a los peores crímenes que se le puedan ocurrir, incluidos los de lesa humanidad, como lo demuestra el ejemplo más cercano que tenemos, el de Adolfo Hitler. En efecto, primero el partido nazi, luego los grandes industriales y banqueros seguidos por el ejército, y, finalmente, todo el pueblo alemán, aceptaron abdicar de su facultad de reflexión y entregar su obediencia ciega al “más grande estadista y estratega militar de todos los tiempos”, al Führer Adolfo Hitler. Todos sabemos en qué paró esa locura colectiva, esa entrega irracional a la voluntad de un solo hombre, de cuyo equilibrio mental ha dudado más de un estudioso de su personalidad.
Todo esto demuestra que tienen razón quienes critican y denuncian el maniqueísmo presidencial. Por eso sorprende y preocupa que ellos mismos no adviertan el maniqueísmo en que incurren cuando dividen al mundo entero en solo dos clases de países: los países buenos, que son los que viven bajo un régimen de democracia liberal, y los países malos, que son los que no aceptan ni practican esa misma democracia liberal. Aquí hay varios errores en mi humilde opinión. El primero es aceptar sin demostración que la democracia ideal de que se habla existe realmente y se practica en los países “buenos”. Y no es así. Está fuera de duda (incluso para los propios norteamericanos) que el régimen que rige en EE.UU., que se propone siempre como el modelo a seguir, no es ni ha sido nunca una verdadera democracia; que sus diseñadores y redactores de su primera Constitución, crearon un mecanismo que, escudado tras el voto popular, garantizara que el poder jamás saliera de las manos de las clases ricas y dominantes, las únicas que a su juicio estaban capacitadas para gobernar. Dos siglos y medio de democracia norteamericana demuestran que el objetivo se ha cumplido mejor quizá que como deseaban sus fundadores. Con apenas pequeñas variantes, exactamente lo mismo ocurre en todas las llamadas “democracias occidentales”.
El segundo error es olvidar que, en este mismo “mundo libre” existen regímenes que ni siquiera de nombre se ostentan como democracias. Podemos citar a Gran Bretaña y España que son monarquías constitucionales; o a los países árabes gobernados por dinastías familiares que mantienen a sus pueblos en un atraso de siglos en cuanto a sus derechos políticos, sin hablar ya de su situación económica y cultural. Y todos ellos son aceptados como miembros de pleno derecho del “mundo libre”. El tercer error que veo es el abuso que se hace de la democracia liberal al convertirla en patrón universal de medida para juzgar y calificar la compleja realidad de nuestros días. Esta forma arbitraria y simplista de medir a los distintos países, es lo que permite meter en el mismo saco a la China de Xi Jinping, la Rusia de Vladímir Putin, el Brasil de Bolsonaro, Donald Trump y Norteamérica y el México de López Obrador.
¿Qué hay de común en todos ellos? Pues que no son países democráticos o que no respetan plenamente las reglas de la “verdadera democracia” (que ya vimos que no existe en ninguna parte), aunque en muchos de ellos sus ciudadanos gocen de mayores libertades y derechos políticos que en las monarquías petroleras aliadas de Estados Unidos. Cualquiera se preguntaría: ¿y dónde quedó, por ejemplo, el increíble éxito económico de China y su rescate de diez millones de pobres cada año? ¿Dónde colocamos los inmensos avances tecnológicos y científicos de la Rusia de Putin, sin desdeñar la mejora constante del nivel de desarrollo humano integral de los rusos? ¿Resulta lógico igualar al México de López Obrador con la China de Xi Jinping, o con los Estados Unidos de Donald Trump? Tan descabellada ecuación es posible gracias al error lógico elemental de emplear una medida puramente política para caracterizar la realidad integral de un país que comprende cuestiones de economía y de política económica y social que ni de chiste aceptan la camisa de fuerza del patrón democrático.
Siguiendo por el mismo camino, se puede condenar y satanizar a Donald Trump, sin necesidad de estudiar más a fondo la realidad de Estados Unidos. Decía en mi artículo anterior que es erróneo reducir todo el problema al “populismo” y al lenguaje rudo, belicoso y “polarizante” (mismas “culpas” que se atribuyen a López Obrador) del presidente norteamericano. Sin negar que tal discurso aviva el rencor y exacerba la polarización social, sostengo que está lejos de ser su verdadera causa. Esta reside, aquí y en el mundo entero, en la creciente desigualdad económica, de la cual se deriva, inevitablemente, el acelerado e incontenible crecimiento de la pobreza de las mayorías. Ahora agrego que esta desigualdad, cada vez más honda, tenía que afectar forzosamente, como lo está haciendo ya, a la cúspide de la pirámide social. La fractura y la lucha entre dos distintos sectores de la clase dominante norteamericana que ha sacado a la luz la elección reciente, obedece a que defienden puntos de vista distintos, difíciles de conciliar entre sí, sobre un mismo problema: cómo mantener la hegemonía absoluta en los terrenos económico y militar de Estados Unidos sobre el mundo entero, sin tener que renunciar a su riqueza y privilegios al interior del país y, al mismo tiempo, sin poner en riesgo la estabilidad social con un estallido de las clases menos favorecidas.
Los resultados de la elección presidencial, que evidencian la partición de la sociedad norteamericana casi a la mitad y la negativa de Donald Trump a reconocer el triunfo de Joe Biden, son consecuencia directa de la fractura de la élite. ¿En qué consisten las diferencias? Los llamados “soberanistas”, que son los partidarios de Trump, defienden la opción sintetizada en el conocido lema de campaña de su candidato: “Hacer a América grande otra vez”; mientras que los “globalizadores”, partidarios de Biden, defienden la opción de la conquista y el predominio directo de su país sobre el resto del mundo. Dos breves citas demostrarán y explicarán lo que digo.
En su discurso del 24 de septiembre de 2019 ante la Asamblea General de la ONU, Trump dijo: “El mundo libre debe abarcar sus cimientos «nacionales». No debe tratar de renunciar a ellos y reemplazarlos…” Y poco después añadió: “Si quieren ustedes la libertad, estén orgullosos de su país. Si quieren democracia, aférrense a su soberanía. Si quieren paz amen a su nación. Los jefes de Estado perspicaces siempre ponen el interés de su propio país en primer lugar. El porvenir no pertenece a los globalistas. El porvenir pertenece a los patriotas. El porvenir pertenece a las naciones independientes y soberanas que protegen a sus ciudadanos, que respetan a sus vecinos y que aceptan las diferencias que hacen a cada país especial y único.” (voltairenet.org, 15 de noviembre)
La primera acción de la política exterior de Biden, según lo dijo él mismo, será fortalecer la OTAN, a la que considera “el corazón mismo de la seguridad nacional de Estados Unidos”. La segunda acción será una “Cumbre Mundial por la Democracia” en la que participarán “las naciones del mundo libre y las organizaciones de la sociedad civil del mundo entero que están en primera línea en la defensa de la democracia”. En esa reunión se acordará una “acción colectiva contra las amenazas mundiales” para “contrarrestar la agresión rusa, preservando el filo de las capacidades militares de la alianza e imponiendo a Rusia costos reales por sus violaciones a las normas internacionales” y para “construir un frente unido contra las acciones ofensivas y las violaciones de los derechos humanos por parte de China, que está extendiendo su alcance mundial.” (voltairenet.org, 13 de noviembre).
Para quien tenga dos dedos de frente, no hace falta más para entender la esencia de ambas posturas y las diferencias irreconciliables entre ellas. Tampoco hace falta más para darse cuenta que la posición de Trump resulta mucho más racional y tolerable para el mundo entero, incluidos México y los mexicanos, que el feroz guerrerismo depredador que exudan las declaraciones de Biden, que es solo el vocero del Estado Profundo y del complejo militar-industrial que son los que realmente gobernarán durante la presidencia de Biden. Esta es la razón, bastante más importante y sustancial que un supuesto “populismo” y odio a la democracia, por la cual Rusia y China no se han apresurado a celebrar el triunfo de Biden y a felicitarlo por su triunfo. Y esto es también lo que ignoran todos los que en México se deshacen en aplausos y elogios para el vencedor, presentándolo como antípoda del racista, supremacista, misógino y “polarizador” Trump, sin tocar para nada el meollo de la cuestión, es decir, su política imperialista y de explotación económica hacia México y toda América Latina. En ambos errores se apoya el signo de igualdad que colocan entre López Obrador y Jair Bolsonaro, de una parte, y Xi Jinping y Vladímir Putin por la otra. Un absurdo total, como ahora se puede ver.
Los “soberanistas” sostienen que su plan es, quizá, la última oportunidad de salvar el Imperio económico y militar de Estados Unidos con un costo mínimo; los “globalizadores” ven en esa política un golpe mortal para el complejo militar-industrial, principal sostén de ese mismo Imperio. “Sin guerras no hay industria armamentística”, y sin industria militar no hay poderío económico que defender, argumentan. Y a su modo tienen razón. El triunfo de Biden es inaceptable para Trump y seguidores, no por el “populismo” del primero ni porque desprecie y pretenda destruir la democracia norteamericana (que ya vimos que no es tal), sino porque representa el retorno al pasado puro y simple, un pasado de guerras y conflictos cuyo costo han pagado las clases trabajadoras y contra el cual votaron al apoyar a Trump. El error, grave error, de los demócratas, es haber “derrotado” a Trump con un candidato que es la más elocuente confesión de que su plan es volver a lo de antes, a lo de siempre, que buena parte de la ciudadanía vomita.
Allá como aquí, la salida no está en la vuelta al pasado sino en la fuga hacia adelante mediante un proyecto de país que supere al de los “populistas” en la atención a los más necesitados, a los olvidados de siempre, y que estos lo conozcan, lo entiendan y lo apoyen. Allá se trataba de derrotar a Trump arrebatándole su base social, y para eso el peor candidato era Biden, como lo demuestra la división resultante en vez de la reunificación buscada. La salida era Bernie Sanders, pero la ultraderecha guerrerista no lo dejó llegar ni siquiera a candidato. En México, la salida tampoco está en la ultraderecha, ni en quienes ven en el pueblo solo una partida de holgazanes buenos solo para crear problemas. Un proyecto elaborado por líderes de las clases altas puede ser útil o no, pero resulta indispensable estudiarlo con cuidado antes de apoyarlo sin reservas. La salida más segura es un proyecto que rebase a Morena por la izquierda, creado por todas las fuerzas populares unificadas en un solo frente en el cual el pueblo pueda confiar. De lo contrario, puede pasar lo mismo que en Estados Unidos. Veremos y diremos.