Por: Aquiles Córdova Morán
En la cumbre de Yalta, celebrada en febrero de 1945, Churchill convenció al presidente Roosevelt de no revelar a Stalin absolutamente nada sobre el secreto de la bomba atómica, cuyo proyecto se encontraba ya muy avanzado. El objetivo era no alertar a los soviéticos para impedir que se apresuraran a crear su propia versión de esa poderosa arma y, de ese modo, garantizar su monopolio por EE. UU. y, por tanto, su dominio absoluto del mundo de la posguerra.
La primera bomba norteamericana se probó con éxito el 16 de julio de 1945. Con ese as bajo la manga, Truman solicitó a sus pares de Rusia y Gran Bretaña un encuentro en la cumbre en Potsdam, cerca de Berlín, para tratar los problemas más urgentes de la postguerra. En esta conferencia, que tuvo lugar del 17 de julio al 2 de agosto, Truman se limitó a informar a Stalin, a manera de simple cortesía, que su país poseía ya un arma cuyo poder destructivo era desconocido hasta entonces. Stalin fingió no sorprenderse y replicó que esperaba que hicieran un uso cuidadoso y responsable de la misma. Cuatro días después de terminada la cumbre de Potsdam, el 6 de agosto de 1945, los Estados Unidos dejaron caer la primera bomba atómica sobre Hiroshima.
Los soviéticos, que contaban con cierta información y la ayuda de científicos alemanes que habían trabajado en la idea por órdenes de Hitler, lograron con relativa rapidez probar con éxito su primera bomba en 1949. Durante el tiempo transcurrido desde el fin de la guerra hasta esta fecha, Estados Unidos y sus aliados trataron de que la ONU adoptara un acuerdo para prohibir la proliferación de armas nucleares. Sus argumentos eran el descontrol total y el consiguiente riesgo para la paz mundial en caso de no hacerlo, pero el verdadero fondo era conseguir que el mundo entero reconociera el monopolio absoluto de la energía nuclear por parte de los EE. UU., sin el riesgo de que surgieran competidores futuros. Para conseguir el voto de la URSS, ofrecieron compartirle toda la información sobre el tema… después de la aprobación del acuerdo, es decir, cuando ya no le sirviera de nada. Stalin, por supuesto, no mordió el anzuelo.
La bomba soviética cayó como piedra en gallinero en los círculos políticos y militares norteamericanos, y su respuesta fue apresurar la firma de un acuerdo cuyo contenido y propósitos venían acariciando de tiempo atrás: unir a todos los ejércitos de Europa occidental bajo un mando único y centralizado cuyo control se reservaban los norteamericanos, que sería el responsable de tomar todas las decisiones relativas a la seguridad europea frente a la “amenaza comunista”. Bajo ese mando único, todos los países miembros quedarían obligados a responder colectivamente si uno, varios o todos juntos fueran víctimas de un agresor, interno o externo (se trata del famoso artículo 5º). Ese gigantesco robot militar bajo control norteamericano es la OTAN, que nació el mismo año que la bomba atómica rusa: 1949.
El argumento de la necesidad de la OTAN frente al peligro de una invasión comunista, era una grosera invención de los norteamericanos que Stalin, supuesta encarnación de tan terrible amenaza, fue el primero en descubrir y denunciar por ser quien mejor sabía que no era cierta. Desde su enfrentamiento con Trotski y seguidores en 1925, que defendían la tesis de que el socialismo no prosperaría en la URSS en ausencia de una revolución mundial, él había sostenido una opinión radicalmente opuesta: olvidarse por el momento de la revolución mundial para dedicarse exclusivamente a la construcción del socialismo en un solo país, es decir, en la URSS, tesis que fue la que finalmente se impuso. Además, durante la guerra y frente a la necesidad de convencer a los aliados de firmar un pacto de defensa colectiva contra Hitler, les había dado garantías personales de que no se proponía promover ni apoyar ninguna revolución en ninguna parte del planeta; instruyó a todos los partidos comunistas del mundo para que abandonaran el discurso revolucionario radical por un discurso antifascista y un llamado a todos los antifascistas sin excepción a formar un frente nacional contra Hitler. Finalmente, decidió disolver la Tercera Internacional, el famoso Comintern fundado por Lenin, que era una demanda insistente de los aliados. Con todo esto, el cuento del “peligro comunista” no podía tener ninguna base real.
Fue esto lo que permitió a Stalin ver con más claridad los verdaderos fines de la OTAN y advertir a los europeos lo que les esperaba, que es lo que yo llamo la “maldición de Stalin”. La OTAN (palabras más o palabras menos), dijo, no fue creada para defender a Europa de un peligro inexistente; es un instrumento de dominación mundial de los Estados Unidos, un control absoluto que incluye, en primer lugar, a la propia Europa occidental. Los europeos deberían darse cuenta que, al seguir el juego norteamericano, no hacen más que reforzar las cadenas que los mantendrán férreamente uncidos al carro de los intereses del imperialismo yanqui. Esta “maldición de Stalin” quedó plenamente demostrada tras la caída del socialismo en 1991, cuando todo el mundo esperaba que, desaparecido el enemigo comunista, la OTAN desaparecería también por ser ya innecesaria. Pero ocurrió todo lo contrario: creció en número de miembros y se reforzó militarmente con armas más poderosas y bases de misiles nucleares sembradas por todo el territorio europeo. ¿Para qué era todo esto, si no para acrecentar la capacidad norteamericana de dominar al mundo, incluida Europa?
Pero, curiosamente, los europeos tampoco acusaron esta vez recibo del peligro. Por el contrario, vieron y sintieron el reforzamiento de sus cadenas como el fortalecimiento de sus propias libertad y soberanía. En consecuencia, apoyaron y aplaudieron la política expansiva y de reforzamiento nuclear de la OTAN; vieron con complacencia y orgullo la aproximación temeraria y provocadora de las bases de misiles norteamericanas a la frontera occidental (para los rusos, oriental para ellos) de la Federación de Rusia, sin importarles que, con tal política, la propia Europa se convertía en una base de lanzamiento de tales misiles y, por tanto, blanco privilegiado de los cohetes rusos en caso de una conflagración mundial.
Con la llegada de Putin al poder y la recuperación de Rusia como potencia nuclear, el cerco de bases de misiles con carga nuclear quedó neutralizado y, por tanto, inservible para los objetivos que las alimentaron. Esto provocó la intensificación de un juego que ya venía de tiempo atrás, mucho más peligroso para Rusia y para Europa: la conversión de Ucrania en miembro de pleno derecho de la OTAN y, en consecuencia, en base de lanzamiento de misiles con carga nuclear al corazón de Rusia. Ucrania era ideal para eso por su diversidad étnica y la vieja proclividad hacia el nacionalismo derechista extremo y hacia el fascismo de la población dominante en el occidente del país, situación que los norteamericanos conocían y venían cultivando desde la independencia de Ucrania respecto a la URSS en 1991.
Cuando los nazis entraron en Ucrania durante la Segunda Guerra Mundial, un ejército de 270 mil hombres, los llamados “bulbovitsi” por su nacionalismo extremo copiado de Tarás Bulba, el héroe de la novela de Gógol y seguidores del nazi ucraniano Stepán Bandera, se unieron a las fuerzas de Hitler para combatir al Ejército Rojo. Tras la independización de Ucrania, los norteamericanos los reagruparon, los ayudaron a crecer, los armaron, los entrenaron y los alentaron a educar, con apoyo del gobierno, a las nuevas generaciones en una rusofobia feroz y en la idolatría de Stepán Bandera. Este fue el núcleo de la revuelta contra Víctor Yanukovich (que no era pro ruso sino simplemente conciliador) que los llevó a tomar el poder mediante la “revolución de colores” conocida como “Euromaidán” en 2014.
Todo esto obedecía a un plan bien meditado para transformar a Ucrania en la base nuclear norteamericana más próxima y letal al corazón de Rusia, con el fin de conquistarla y apoderarse finalmente de sus inmensas riquezas naturales. Esto demuestra de modo contundente que el plan de dominación mundial de los norteamericanos, ideado por ellos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, no ha sido abandonado nunca; que la maniobra de crear la OTAN para sujetar a Europa y usarla como gigantesca base de misiles nucleares en contra de Rusia y la actual guerra en Ucrania, persiguen ese mismo propósito. Tiene razón el presidente Putin cuando afirma que Ucrania convertida en campamento militar norteamericano, era una amenaza real para su país, sumamente temible y que crecía por horas, razón por lo cual no hubo más recurso que la guerra preventivo-defensiva. Y más razón tiene cuando asegura que esta guerra no es entre Rusia y Ucrania, sino entre Rusia y EE. UU., que utiliza a los ucranianos como carne de cañón para defender sus intereses. “Guerra por delegación”, le llaman los expertos.
Y nuevamente los europeos, contra toda lógica, están participando en este peligroso juego que pone en riesgo la vida del planeta. No solo se han sumado a todas las sanciones financieras, industriales, comerciales, diplomáticas y culturales decretadas por la OTAN (movida por el imperialismo yanqui), sanciones que están dañando más su economía, su seguridad energética, su actividad económico-industrial, el bienestar de su población y su estabilidad social que a la propia Rusia, mientras los norteamericanos viven tranquilos engordando sus bolsillos con la venta de armas y combustibles caros a sus “aliados”, sino que, además, se han convertido en los proveedores de armas (que pagan a precio de oro) para los fascistas ucranianos. La pregunta es inevitable: ¿Qué buscan o qué ganan los otrora orgullosos, prósperos y florecientes países de la vieja Europa? ¿Que los salven de un peligro inexistente como si fueran niños asustados con el “coco”?
Pero, al parecer, viene lo peor. Aunque la propaganda occidental, totalmente cargada hacia los norteamericanos, repite sin descanso que Rusia va perdiendo la guerra, las cantidades astronómicas de dólares que el presidente Biden solicita al Congreso norteamericano, cada vez mayores y cada vez con mayor urgencia, dicen claramente que el presidente de EE. UU. sabe que Ucrania no puede ganar esta guerra.
Medios independientes como voltairenet.org y WSWS dan la voz de alarma: son evidentes los aprestos de guerra de la OTAN en su frontera con Rusia, al mismo tiempo que se hacen más insolentes y provocadoras las filtraciones a los medios de sus altas autoridades y del presidente Biden dando pelos y señales de la ayuda en armas y logística que están prestando a Ucrania para matar rusos. Es claro que se trata de un plan premeditado para obligar a Rusia, una vez más, a atacar a quienes la están atacando cobardemente sin correr ningún riesgo. Cualquier error en este sentido, será el pretexto ideal para que la OTAN ataque a Rusia como un enjambre de moscas a un elefante herido. En pocas palabras, EE. UU. quiere cambiar la correlación de fuerzas cambiando a Ucrania por la OTAN como “delegada” de sus intereses, pero sin participación norteamericana directa. De ocurrir esto, sería el hundimiento final de Europa, su desaparición como entidad soberana y diferenciada del resto del planeta y como miembro activo en la construcción de la historia de la humanidad. La “maldición de Stalin” se habría cumplido plenamente.