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¿Fin de la empresa privada o propaganda electoral?

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Por Aquiles Córdova Morán

Secretario General del Movimiento Antorchista Nacional

Con fecha 20 de febrero, EL UNIVERSAL publicó una nota firmada por el reportero Pedro Villa y Caña con el siguiente título: “A robar a otro lado, México ya no es tierra de conquista: AMLO a empresas extranjeras”. En el texto se dice: “El presidente Andrés Manuel López Obrador dijo que en sexenios pasados empresas extranjeras del sector energético utilizaban al gobierno para sacar provecho, por lo que veían a México como tierra de conquista, pero aseguró que eso se terminó y manifestó: <<a robar a otro lado>>”. La nota está fechada en la Paz, Baja California Sur.

 

Si se piensa un poco el pronunciamiento presidencial, resulta claro que se trata de un reto de enorme repercusión en el presente y el futuro de la nación. Para entender sus implicaciones, hay que aceptar que ese discurso encuentra cierto apoyo en una realidad que muchos mexicanos conocen o intuyen y que les molesta y lastima profundamente. Me refiero al muy visible predominio del capital extranjero en las principales ramas de la actividad industrial, la Banca y el comercio del país, un predominio que le garantiza muchos privilegios y abusos en detrimento de la equidad social y de la soberanía nacional.

 

En teoría, la inversión privada extranjera acarrea grandes beneficios a los países en desarrollo, por ejemplo, impulsa el crecimiento económico gracias a la transferencia de tecnología; genera empleos e incentiva la creación y modernización de infraestructura. En la práctica, sin embargo, se ha comprobado que no es así. No hay un solo ejemplo de país que haya salido de su rezago tecnológico gracias a la transferencia de tecnología de punta de los países avanzados; el capital extranjero distorsiona el crecimiento económico del país huésped forzando su aparato productivo a volcarse hacia el mercado exterior con total abandono de la demanda interna. Algo semejante ocurre con la infraestructura, que debe diseñarse y ejecutarse en función de las necesidades de exportación y no de las del propio país; y la generación de empleos es ilusoria, porque la inversión extranjera se aplica a las industrias altamente tecnificadas y automatizadas que, por eso, demandan poca mano de obra. Se suele citar a las maquiladoras como ejemplo en contrario, pero se olvida que también son ejemplo de bajos salarios, sobreexplotación de la mano de obra e inestabilidad en el empleo. Otro efecto negativo, que de alguna manera toca el discurso presidencial, es su gran influencia política que le ha permitido acaparar nuestra industria extractiva, con muy bajas regalías para el país y con severas afectaciones al medio ambiente.

 

 Es posible, como dije, que estas y otras razones parecidas se hallen en el fondo del rechazo y la condena presidencial a los inversionistas extranjeros del sector energético; pero lo que sí es seguro es que mucha gente, que sabe o intuye esta realidad y se siente ofendida por ella, se identificará con la frase lapidaria del Presidente: “¡a robar a otro lado!” y, por eso mismo, resulta bastante eficaz y oportuno como recurso para hacer proselitismo electoral. Pero visto como síntesis de su política económica, como piedra fundamental de su estrategia para recuperar la soberanía nacional, es un peligroso error del que pueden derivarse graves daños y conflictos para el país. Veamos por qué.

Lo primero que habría que preguntarle al Presidente es el porqué de la evidente parcialidad de su juicio porque, si lo que dijo en Baja California Sur lo piensa en serio, debería aplicarlo a toda la inversión extranjera y no solo a la del sector energético. ¿O qué, las automotrices, las fábricas de componentes para la producción de los gigantes digitales y para la industria militar y espacial norteamericanas, los grandes capitales bancarios y comerciales, etc., no sacan provecho de los mexicanos y no influyen en la política nacional? ¿Son acaso fundaciones humanitarias sin propósitos de lucro o con exclusiva vocación de servicio social? ¿Podemos pensar seriamente en que para ser un país realmente soberano basta con poner el petróleo y la electricidad en manos del Estado mexicano? Y más todavía: debería aplicarlo a la misma inversión nacional por las mismas razones que a toda la inversión extranjera.

 

De este modo, ampliado el juicio presidencial hasta abarcar su dominio lógico completo, se pone en evidencia la férrea disyuntiva que encierra: o bien se acepta como un juicio parcial y, por tanto, erróneo y destinado al fracaso; o bien es un recurso retórico para esconder a los mexicanos su intención de erradicar la inversión privada como tal en nuestro país, es decir, destruir el sistema capitalista para poner en su lugar un sistema nuevo que el país desconoce. Sería, por tanto, un proyecto social que busca imponerse por sorpresa o a la fuerza, mediante una dictadura personal secundada solo por la claque morenista y, tal vez, por una parte de nuestras fuerzas armadas.

 

Dije en mi artículo de la semana pasada que la corrupción, correctamente entendida, es siempre redistribución (ilegal) de una riqueza previamente producida. ¿Producida dónde, cómo y por quién? En nuestro mundo actual, puede afirmarse que la riqueza se produce, aquí y en China, en las fábricas y en el campo, gracias al trabajo de los productores directos que son, y han sido siempre, los obreros y los campesinos. La característica del capitalismo desde este punto de vista consiste en que las fábricas y la tierra, al menos la de mejor calidad, son de propiedad privada, pertenecen a una persona física o moral y, por tanto, la riqueza que se produce en ellas es también de su propiedad. Como dijo Marx, la diferencia entre el artesano feudal y el capitalista moderno radica en que el primero basa su derecho de propiedad sobre la mercancía fabricada por él en el trabajo; mientras en el segundo se apoya en la propiedad de los medios y los recursos con que se produce. El artesano podía decir: esta mesa es mía porque yo la hice; el burgués dice: este lote de zapatos es mío porque todos los recursos con que se fabricó, incluido el trabajo del obrero, son míos, yo los compré con mi capital.

 

Y es ese cambio operado en la fuente del derecho sobre la riqueza social, lo que permite al capitalista apoderarse de ella y concentrarla en sus manos. Es un derecho que, bien entendido, no le otorgó nadie sino que surge del desarrollo mismo del modo de producción, es decir, del modo en que la sociedad se organiza para producir los bienes y servicios que necesita para vivir y reproducirse. No se trata, pues, de un problema moral o de derecho civil o penal, y es un disparate llamar robo al máximo provecho que saca el capitalista de un sistema social diseñado para él. El reparto equilibrado de la riqueza social tampoco es un problema de moral o de justicia abstracta, es una necesidad del sistema que, llegado a cierto nivel crítico de desigualdad, se da cuenta de que necesita de tal redistribución para seguir funcionando con seguridad, como acaba de recordarnos Klaus Schwab, Presidente Ejecutivo del Foro Económico Mundial, con su proyecto del “Gran Reinicio”. Aun en este caso, el reparto no obedece nunca a la buena voluntad de los capitalistas o del Estado; es un problema objetivo que se resuelve mediante la confrontación de fuerzas objetivas: la de la clase patronal y la de la clase obrera y el pueblo en general.

 

El otro camino para evitar, no ya la excesiva concentración de la riqueza sino el acaparamiento privado de la misma, es la supresión de la propiedad privada sobre los medios de producción, fuente del derecho del capital para adueñarse del producto del trabajo ajeno, y transformarlos en propiedad de los productores directos. Con este cambio, ya no es el capitalista sino el obrero el que puede decir: esto es mío porque lo hice yo con mis propios medios y recursos. Pero esto, que en teoría parece claro y sencillo, en la práctica ha resultado muy complejo y difícil de realizar. Después de 104 años desde que Lenin y su partido llevaron a cabo la “expropiación de los expropiadores” en octubre de 1917, hoy la humanidad sabe que es un error suprimir de tajo la propiedad privada y sustituirla sin más por la propiedad social. Rusia, por un camino traumático del que aún no acaba de reponerse; China por un golpe de timón menos aparatoso tras la muerte de Mao y el arribo de Deng Xiaoping al poder en 1978; Cuba, ahora bajo la presidencia de Díaz-Canel, han acabado reconociendo esta verdad y han tenido que retroceder algunos pasos para abrir espacio al mercado y a la producción privada y, de ese modo, reforzar sus economías y salvar sus conquistas sociales.

 

La lección es dura pero irrefutable: los socialistas no deben suprimir voluntaristamente y de un solo golpe la propiedad privada, si no quieren fracasar rotundamente en sus propósitos de reivindicación social. Una vez conquistado el poder por las clases trabajadoras, lo que se debe hacer es poner en ejecución un plan científicamente elaborado donde se precisen las metas económicas y sociales de corto y mediano plazo que, además, esté claramente al servicio de las metas estratégicas de largo plazo del país y del pueblo trabajador. Este plan debe incluir sin falta al sector privado de la economía, buscando armonizarlo con el resto del plan sin restringir su libertad ni poner obstáculos artificiales a su inevitable tendencia a la máxima ganancia. Su control y regulación, absolutamente necesarios en la nueva economía, tienen que ser los límites y las metas del propio plan nacional de desarrollo. Solo así será posible el aprovechamiento de las ventajas y capacidades del capital para producir riqueza con la máxima eficiencia y con los menores costos posibles. Con el poder político en manos del pueblo trabajador,  se puede lograr que el capital privado se convierta en una poderosa palanca en la generación de riqueza y bienestar para todos.

 

En México estamos a tiempo de lograr un acuerdo entre el poder público y la empresa privada sobre la base de un plan nacional de desarrollo que elimine los extremos de miseria y riqueza, dé un impulso poderoso al desarrollo de la economía nacional y eche las bases, sólidas y firmes, para la conquista de la verdadera soberanía nacional. Desde esta perspectiva, el grito radical del presidente puede ser un éxito propagandístico, pero como síntesis del proyecto revolucionario que México necesita, es un error y un grave riesgo que acabará pagando el pueblo.

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