Aquiles Córdova Morán
Las cifras sobre la concentración de la riqueza y el incontenible avance de la pobreza (que es su consecuencia inevitable) a escala planetaria, son datos del dominio público que no necesitan mayor argumentación ni demostración: el 0.1 % de la población mundial posee tanta riqueza como la mitad más pobre (ya casi 4 mil millones de seres) de esa misma población.
Esto es la confirmación estadística de una vieja verdad sobre el sistema capitalista mundial: la concentración de la riqueza que genera al interior de cada país, es un proceso que se replica a escala internacional; es decir, así como dentro de las fronteras nacionales la riqueza se concentra en muy pocas manos, por falta de un mecanismo redistributivo del mercado, también entre países ocurre lo mismo: mientras unos cuantos (no más de cinco en la actualidad) nadan en un mar de riqueza y prosperidad, el resto enfrenta, en distintos grados, los problemas propios de la pobreza y el subdesarrollo. No se trata de algo casual ni de una simple analogía, sino del resultado necesario del hecho de que ambos procesos están regidos por las mismas leyes económicas, las leyes de la economía de mercado.
Basta echar una rápida ojeada al desarrollo del capitalismo mundial para convencerse de esto. Existe abundante literatura para documentar que, desde sus orígenes mismos, el capitalismo se auto propulsó con todo éxito y con toda energía, gracias a que pudo apoyarse sobre la base de los mercados y las materias primas de los territorios recién descubiertos por algunas naciones europeas. El capitalismo industrial nació bajo la forma de industria textil, primero en los Países Bajos; de allí saltó a Inglaterra, que en un principio era solo proveedor de lana a los textileros flamencos, pero que pronto se dio cuenta de que el negocio estaba en vender tejidos y no lana, y se lanzó a procesar su propia materia prima.
Pero los tejidos de lana eran “finos” para su época y bastante caros en consecuencia, razón por la cual su comercio era restringido. El capital inglés no adquiere el tamaño, la velocidad de circulación y el poderío sobre el mercado mundial que luego tuvo, sino hasta que, gracias al algodón que le llegó de América y África, pudo producir tejidos en grandes cantidades, baratos y de buena calidad, con los cuales inundó el mercado mundial de aquella época y se adueñó de él. Los famosos descubrimientos geográficos de los europeos (América, la India, China y el Lejano Oriente, la circunnavegación y dominio de África), todos ellos fechados, grosso modo, en los inicios del capitalismo industrial, no fueron fruto solo de la curiosidad del espíritu humano, sino también y sobre todo, del hambre de colonización y conquista de mercados y materias primas para el Moloch de la producción a gran escala en pleno desarrollo.
De esa manera, con toda la savia vital que extraía de los países y continentes recién descubiertos, el capital industrial, primero en Inglaterra y los Países Bajos y luego en Francia, Italia y los Estados Unidos, se desarrolló aceleradamente, al principio bajo un régimen de relativa libre competencia y luego, como consecuencia inevitable de esa misma libre competencia, bajo su actual forma monopólica, la fase que muchos economistas llamaron y llaman la fase imperialista del capital. La fase monopólica del capital se completó, justamente, al término del siglo XIX y principios del XX.
El crecimiento y desarrollo del capital industrial exigía, como es lógico, más y más materias primas baratas y seguras y un mercado cada vez más grande para su producción. Para conseguir ambas cosas, endureció su dominio y control sobre los territorios ya colonizados y buscó someter, incluso mediante la intervención armada, a nuevos países y regiones. Así, al finalizar el siglo XIX, el mundo estaba ya completamente repartido entre las potencias imperialistas. Esto provocó un fraccionamiento paralelo del mercado mundial y de materias primas y mano de obra barata; es decir, que en cada “zona de influencia”, todo eso era monopolio exclusivo de la respectiva metrópoli colonial. Esta fue una de las causas que provocaron finalmente las dos guerras mundiales; la otra fue el imperialismo alemán, que llegó tarde al reparto del mundo, pero esa es otra cuestión que por el momento no interesa.
Así pues, la América española, África, Asia, el Oriente Lejano y Próximo, e incluso Europa oriental; en una palabra, casi el mundo entero, fue el que pagó el desarrollo del capitalismo mundial hasta su fase actual. Su atraso, su “subdesarrollo” y su relativa pobreza, no nacen de la incapacidad congénita de sus gobernantes, o, peor aún, de sus habitantes, a los que se acusa en voz baja de ser genéticamente incapaces de entender, asimilar y aplicar correctamente la ciencia y la técnica “occidentales”. No se explican porque seamos lentos en aprender, tontos y fanáticos, perezosos, poco creativos, corruptos e incapaces de autogobernarnos y de explotar racional y eficazmente la parte del planeta que nos pertenece, como aseguran los ideólogos del imperialismo moderno.
El fracaso (relativo y temporal) de todos los países pobres y subdesarrollados del planeta se explica porque, desde hace siglos, de múltiples maneras y por diferentes vías, han sido obligados en lo fundamental a olvidarse de sí mismos; a adoptar políticas económicas y sociales en contra de sus propios intereses y de su propia prosperidad y desarrollo; a entregar sus recursos naturales, sus mercados, su mano de obra y su soberanía para provecho de los países ricos, que hoy nos acusan y desprecian por ser lo que ellos mismos han hecho de nosotros.
López Obrador acierta, por eso, cuando afirma que la migración desbocada de centroamericanos hacia Estados Unidos es la consecuencia, claramente discernible, de la espantosa pobreza y falta de oportunidades que hay en sus países de origen; es decir, que el fondo de esta huida en masa hacia la “tierra de promisión”, radica en el atraso y el subdesarrollo, en todos los órdenes, de las naciones centroamericanas; pobreza y subdesarrollo provocados por los mismos que les cierran las puertas de un mínimo bienestar. Pero comete una grave ingenuidad cuando da lecciones de humanismo y generosidad al presidente norteamericano, y lo invita a sumarse a su proyecto de combatir la emigración sacando de su atraso a la región entera. Es una ingenuidad porque, aunque no lo diga expresamente (quizá tampoco lo piense), en el fondo de su planteamiento subyace la idea de que el problema es culpa y responsabilidad de quienes lo sufren (o de sus gobiernos), que no han sabido o no han querido poner en práctica una exitosa política económica y social. Por eso propone ayudarlos poniéndoles en frente la solución y los recursos necesarios para instrumentarla. Ve la pobreza centroamericana como algo inmanente a cada país y aislado del contexto mundial, no como parte integrante de la explotación universal a que estamos sometidos todos por el imperialismo rampante. Por eso cae en la ingenuidad de invitar a ponerle fin al principal promotor y beneficiario de esa misma situación. Desde luego, no lo hará.
Al mismo México lo imagina el presidente como soberano, independiente y con la capacidad para decidir de modo autónomo y libre su política interna e internacional. Es decir, también al país lo mira como una unidad autosuficiente en sí misma, aislada del contexto internacional al que, por tanto, puede ignorar olímpicamente si así lo desea o así le conviene. Por eso abrió nuestra frontera sur a la emigración, y hasta la animó a viajar ofreciéndole permiso legal para transitar por nuestro país hacia la frontera con EE. UU. La intención era buena, humana y plausible; pero comete el error de apoyarse solo en lo que “debe ser”, y olvida lo que es realmente posible y no solo deseable. Y ya recibió la respuesta de la dura y terca realidad que ignoró. El reculón que ha tenido que dar en su política migratoria, bajo la amenaza arancelaria del presidente Trump, es el ridículo más sonado y la más grande humillación que haya recibido México en siglos enteros de su historia. De aquí debe sacarse la lección de que cualquier cambio radical en nuestra política económica y social requiere, como primer paso, no romper, pero sí desatar al país de su dependencia económica y comercial respecto al coloso del norte. Y es obvio que una reorientación tan drástica de nuestra economía, exige una firme alianza con el sector privado de la misma, garantizándole el pleno respeto a sus intereses legítimos, tanto como de un pueblo organizado, politizado y consciente de los riesgos que ello implica.
Pero dicen los medios, apoyados en información dura según ellos, que vienen otras medidas internas que pondrán en jaque al capital mexicano y al extranjero invertido en el país. No creo que nadie salga a romper lanzas por el “viejo sistema” al que se amenaza con la sepultura, pues nadie tiene nada importante que añorar del mismo. Pero, otra vez, el problema no es moral ni de valor personal, sino geopolítico y económico: poner en jaque al capitalismo mexicano es atentar contra la integridad mundial del sistema del cual somos un eslabón importante, y corremos el grave peligro de que este responda como lo que es, como un todo articulado y muy poderoso todavía. Atacarlo entraña arriesgar la estabilidad y el futuro del país, y requiere de un cálculo fino, preciso y cuidadoso de la correlación nacional y mundial de fuerzas en que nos movemos. Si no, corremos el riesgo de equivocarnos otra vez, como con la política migratoria; solo que la respuesta, esta vez, puede ser aplastante y demoledora. Salvo que, al final, todo quede en agua de borrajas, como tantas otras baladronadas de la 4ªT.